No es un gran cuento, relatos de viaje ni confesiones de asesinato. Es mi tía, que llegó a las nueve menos veinte, desde Argentina. Es enfermera. Me cuenta las historias que escucha. Y ella, contándome esas historias, es ahora esta historia. En este papel, en esta pantalla, ella es la reina y la protagonista. El centro del universo. El oído y la voz bajita que hacían las preguntas en el hospital donde trabaja, mis ojos.
Oigo ahora, por ejemplo, a la viejita que todos los días va a tomarse la presión. Vive a la vuelta de la esquina del hospital, con su sobrina. Los enfermeros la llaman “el terror”. Es que a ella le encanta conversar...o mejor dicho, hacerse escuchar. Y todo lo que cuenta son penas, todos los días.
Aunque este es un hospital de obreros, viene ella, que no lo es. Como es italiana, su embajada se encarga. “No hace falta que venga todos los días”, dice mi tía que le dice. Pero vuelve.
Podemos también imaginar la expresión de mi tía, de 50 años, al ver a la chica de dieciséis que vino con su madre para el primer control médico del bebé. Al tercero fue sola y nerviosa. “Es que mi novio no me deja salir ni a la puerta, tuve que escaparme”, temblaba. Y mi tía, asustada también. “Es que allá los novios matan a las novias”, me aclara, con una cara que parece tener instalada una expresión de entre discreción y escándalo.
Así pasa la vida cuando en vacaciones no está, la tía. Noche por medio hace turno en otro hospital. Llegar, hacer la planilla de los medicamentos que debe dar durante la noche, hacer el pedido para el día siguiente, dar los medicamentos, partir. Y en cada camilla está cada enfermo. Los viejitos son fácilmente reconocibles cuando se levantan en la mitad de la noche. Sus pantuflas hacen un shh rítmico.
“Hasta ahora, no se me ha caído ningún paciente”, cuenta, con una media sonrisa. Me alegro, con ella. Ojalá la viejita italiana no la extrañe demasiado; no sé si desear que mi tía la vuelva a encontrar a su regreso.
24-03-09