miércoles, 29 de junio de 2016

Hay sabores demasiado difíciles de describir, quizá porque se acercan más a una sensación que se siente con todo el cuerpo que a una percibida sólo por las papilas gustativas. Así, mirar por una ventana altísima a la ciudad cubriéndose y bañándose de lluvia se parece al sabor amargo y fresco de una uva verde, pero también sabe como el escalofrío de una piel desnuda y húmeda a la cual una brisa acaricie.

Por otro lado, el vapor de un té caliente puede oler a anís, saber a anís, pero su temperatura se expande desde adentro a todo el cuerpo y lo abriga, así como unas manos suaves y calientes lo harían, amasando y relajando, nunca amansando pero quizá habitando... músculos, huesos, piel. Orden inverso, mismo efecto.

La naranja caliente y el singani se me confunden al intentar evocar lo que me provocas. Una dulzura cálida, carnosa y plena de explosiones mínimas como las de gotas que constituyen la pulpa de este fruto, más la embriaguez inmediata de este alcohol, una sensación de fuego que avanza, recuerdo de anhelo que me envuelve y a la vez se introduce en mis células, en cada una de ellas. Soy toda deslizamiento, tobogán de sentidos deseando devorarte.

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